Las series televisivas
Las series televisivas se han convertido en pieza angular de la industria
cultural occidental, y especialmente de su principal productor, los Estados
Unidos.
Confieso que por estos días me he convertido en un consumidor de una de
ellas, aunque no con el fervor de muchos, sino con la criticidad de quien desea
seleccionar lo bueno de un producto y desechar lo perjudicial.
¿Lo bueno? Por lo general lo productivo que pueda ser una serie televisiva
o cualquier producto comunicativo depende del uso del receptor. Pero de manera
general el espacio de ocio que representan estas series es una constante que
podemos calificar como positiva si pensamos el ocio como espacio de relajación mental
y “estrés cero”. Por otro lado de estos productos generalmente se puede extraer
información nueva que contribuya a nuestro acervo cultural.
Tenemos, sin embargo una serie de aspectos que pueden revertirse en nuestra
contra al consumir estos productos seriados. En primer lugar está la restricción
del marco receptivo que puede provocar el consumo constante de estos productos
dado el acomodamiento de nuestros mecanismos de decodificación a códigos específicos
y reiterados una y otra vez en cada una de estas series (o mercancías de comunicación).
Esto queda clarificado en la sincretización, el mecanismo de colocar cada género
(suspense, romance, humour, action,
drama, etc) en un mismo producto para
alcanzar un grado mayor de audiencias. Así, cuando nos exponemos a productos
comunicativos mas auténticos, y que no prostituyen la creatividad artística con
tal de complacer sin reparos a “la gran masa”, mostrándonos miradas subjetivas
del autor, desde su visión y postura cultural, sin mezclar (sincretizar) casi
por inercia los géneros populares, sin presentarnos los mismos códigos (planos
predeterminados para cada tipo de escena, música, performance de los actores,
etc); allí, nuestro proceso de decodificación se vuelca en una especie de ruido,
y la comunicación se troncha.
Por otra parte, y relacionado con lo anterior, tenemos el reduccionismo al
que nos enfrentamos y habituamos una vez que somos asiduos al consumo acrítico del
discurso que articula la industria cultural. Los pre-juicios populares se
alimentan de estos reduccionismos, donde ser asiático u oriental significa ser
machista, en algunos casos violento, extraño y sospechoso. Donde la
homosexualidad se reduce a egocentrismos histriónicos, y donde ser negros es
casi ocupar un espacio prestado en las escenas porque el protagonismo está
lejos de recaer sobre ellos. Donde la justicia representa venganza y la rebeldía
queda reducida a un comportamiento de adolescente sin causa.
De esta forma las series televisivas se nos presentan como objeto de
entretenimiento pero sus guiones están construidos por mensajes discursivos que
debemos decodificar con criticidad. Desde posiciones pasivas podríamos convertirnos
en reproductores de las mismas prácticas que consumimos a través de “la
caja tonta”.
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